Brindo a continuación una evocación de Elsie de Powell, en un prólogo que ella me encomendó para su último libro de ensayos: Interrogantes sobre El sentido de la historia y otros ensayos.
Razones de la fe de una amiga cristiana
“Yo soy el camino, la verdad y la vida”Jn, 14.6
Me unen a Elsie Romanenghi de Powell intensas y entrañables discusiones sobre cómo vivir nuestra fe en Cristo, Nuestro Señor. Si a eso se le suma que los dos compartimos cierta pasión filosófica por la historia, quizá el lector pueda comprender por qué acepté su convite a prologar este libro de sus ensayos; bajo la condición -acordada entre ambos- de que continuáramos así, en público, con la franqueza y calidez de siempre, nuestras siempre amistosas discusiones más privadas.
Es anecdótico pero no irrelevante para este caso el que parte de nuestras diferencias estriban en el hecho de que ella es “evangélica” y yo “católico”; valgan las comillas para no comprometer a nuestras respectivas iglesias en los cruces de palabras en los que nos enzarzamos. Varios de los textos que Elsie nos ofrece aquí ya los había leído, otros no, pero uno nunca se sumerge dos veces en el mismo texto, para decirlo en tono de Heráclito. Es así que comenzaré a replicar los ensayos “como si” fuesen lecturas a primera vista.
El primero ofrece una versión resumida de su tesis para aspirar a la licenciatura en filosofía, en la que Elsie eligió afrontar, desde la fe en Cristo, la siempre escandalosa cuestión del mal, ante la existencia de un Dios infinitamente bueno, omnipotente y sabio. Y puestos en ese brete, agudizado si uno lo plantea en los términos del “sufrimiento del inocente”, como ella lo llama aquí, hace comprensible el que Dostoievsky reclame que la única excusa que tendría Dios ante ello, sería la de no existir. El título original de este trabajo fue “Job y la experiencia de Dios”, y ya aquí, en esta obra tempranera, la creyente aprendiz de filósofa, delata el tono confesional y existencial que recorrerán todos los ensayos; incluso los más tardíos. Y dispara: “Elegí este tema de tesis para poner en evidencia la esperanza judeo-cristiana, que no ´explica´ el sufrimiento sino que confía en la fidelidad de Dios que promete vencerlo definitivamente”. Y en este primer debate, grave, entre la fe “teológica” y la razón “filosófica”; Elsie toma partido, y concluye que ante un dolor que no se puede explicar racionalmente, sólo cabe la fe, que nos permite arribar a la “radical comprensión de que no tenemos derecho a nada ante Dios, y por otro la maravillosa seguridad de que este hecho no impide experimentar su amor”. Este texto suscita en mí sólo gratitud por el testimonio vivo y vivaz de alguien creíble sobre algo a lo que, más temprano que tarde, todos los creyentes nos enfrentamos.
En “Paradojas de la Filosofía de la Historia”, el segundo ensayo de este libro, Elsie reflexiona sobre la cuestión fundamental sobre qué sentido tiene la historia; y la introduce impugnando, en primer lugar, la descalificación materialista o empirista, que niega toda posibilidad de hablar con sentido sobre el sentido de la historia. A continuación plantea la solución “especulativa” o idealista de la filosofía de la historia de Hegel; y acompaña al filósofo alemán en considerar que es posible, sí, admitir el tópico del sentido histórico como algo ineludible. A renglón seguido, acomete su crítica del propio planteo hegeliano en nombre de una consideración filosófico cristiana de la historia, siempre realista. Con Clive S. Lewis se opone a “la posibilidad de deducir el sentido último de lo histórico a partir de una razón que deseche la revelación divina”. Con éste y otros filósofos cristianos, como Josef Pieper y Berdiaeff, Elsie plantea una hermenéutica filosófica de la historia que sortea los riesgos de los dogmatismos –incluidos los de la presunta objetividad científica de la historia- y los de los escepticismos, relativismos o subjetivismos; entre ambos se ubica una posición superadora de este dilema, en la versión epistemológica de una objetividad moderada, como la de William Walsh, o en una hermenéutica que afronta la cuestión filosófica capital relacionando “historia y verdad”, como es el caso de Paul Ricoeur.
Para enfrentar la cuestión de la tensión entre el “universalismo” especulativo y el “particularismo” empirista concerniente al sentido de la historia, Elsie torna a sustentar su tesis en que la dilucidación del enigma histórico es “lógicamente imposible”; y “cuando la historia se atomiza en hechos particulares la cuestión del sentido se vuelve tan opaca, como el intento de captar la historia como un todo”. Entre el “racionalismo infundado” de los especulativos y los “escepticismos sin salida” de los empiristas, Elsie encuentra una salida en el filósofo alemán Immanuel Kant, quien, antes que Hegel, postuló la posición del “realismo crítico”, que logra conformar una filosofía de la historia que funda las “condiciones de posibilidad para que la acción humana conserve su coherencia interna”. Ésta es la filosofía más convincente para nuestra filósofa de la historia; porque sin la postulación de la libertad de obrar, dice, “el acto bueno se volvería un mito”; y sin la postulación de Dios, añade, carece de fundamento la esperanza de que ese acto bueno sea finalmente integrado a una dimensión de reconocimiento pleno”.
En una nota al pie de este ensayo Elsie aclara que su apreciación de Kant no ha decrecido con el tiempo; a pesar de que es conciente de que en los ambientes universitarios “religiosos”, el autor de la Crítica de la Razón Pura y de La religión dentro de los límites de la mera razón, no goza de mucho prestigio y suele ser descalificado como “racionalista”. Y aquí sí voy a plantear mi diferendo como filósofo “católico”; que también aprecia y admira mucho a ese inmenso filósofo del protestantismo que es Kant. Tengo para mí que la necesidad de “aclaración” de Elsie, obedece a cuestiones que se dan en el interior de los estudios teológicos y filosóficos “evangélicos”, en el sentido de los ámbitos académicos protestantes. Va de suyo que en los claustros “católicos” también pululan estas rencillas intestinas. Pero estimo que este es un momento oportuno para plantear una cuestión disputada sobre “fe y razón” entre “católicos” y “protestantes”.
Kant y Hegel se consideraban a sí mismos como pensadores “protestantes”; no obstante lo cual sus posiciones respecto de “fe y razón” se contraponen fuertemente, como se enfrentan el pietismo y rigorismo kantiano, que concibe “crítica de la razón”, “para hacer lugar a la fe (evangélica)”, por un lado, y el gnosticismo hegeliano, que critica en “Creer y Saber” esas “filosofías de la reflexión”, como la del propio Kant, Fichte o Jacobi, postulando su supresión-superación (Aufhebung) de la fe –con minúsculas- en la Razón (o el Espíritu) –con hegelianas mayúsculas-. En lo filosófico y teológico, mi posición personal, en cambio, impugna tanto al agnosticismo o “fideísmo” kantiano como al gnosticismo o “racionalismo” hegeliano; impugno aquí a la “crítica” agnóstica de Kant, y en ella a su concomitante asunción de la “sola fides” luterana; y parejamente impugno la gnosis de Hegel, y su “supresión/superación” de la fe, en su “sola ratio”.
Desde la ribera “católica”, apuesto, en cambio, a la insuperable e insuprimible tensión dialéctica entre “fides et ratio”; tal como lo vienen viviendo y confesando, mutatis mutandi, desde san Agustín de Hipona (siglo V), santo Tomás de Aquino (Siglo XIII) y Meister Eckart (Siglo XIV) o Nicolás de Cusa (Siglo XV), hasta Clive Staple Lewis o Josef Pieper –citados por Elsie-, Jacques Maritain, Emmanuel Mounier, Karl Rahner SJ, Romano Guardini, Santa Edith Stein o los tucumanos Arturo Ponsati y Gaspar Risco Fernández, entre muchos otros testigos actuales de Cristo.
Y desde estos testimonios existenciales, las “paradojas de la historia” son acogidas como el “misterio de la historia”. Y esta transmutación de la paradoja en misterio de la historia lo ilumina la propia teología cristiana, cuando nos enseña que lo que no es asumido no es redimido; mas los cristianos sabemos, por fe, que el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Como lo ha mostrado cabalmente Elsie, el sentido de la historia sólo puede ser iluminado por Cristo; el Verbo que se hizo historia, atravesó la noche de los tiempos, para morir en la cruz, y abrirnos a la luz pascual de la resurrección. El misterioso sentido de la historia, sólo se deja iluminar por la cruz de Cristo; per crucem ad lucem (por la cruz a la luz).
No puedo sino asentir cordialmente, por otra parte, a las reflexiones bíblicas sobre la paz que nos regala Elsie. Ellas nos permiten asomarnos a la comprensión del abrazo entre el “shalom” judío y la paz que Cristo nos trajo. Y ello situándonos en el contexto de los contemporáneos de Jesús, entre “los que hubo judíos preparados para el reconocimiento de esa paz que Él viene a proponer: hombres y mujeres que entienden la línea de piedad cristocéntrica y el significado de una paz que saben ligada en indisoluble paradoja de términos, al Rey-siervo, al Mesías-sufriente. Entre ellos –añade Elsie- se cuentan María, su madre, Zacarías, Simeón, Ana”. “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Jn. 14,27).
Y en esta lectura evangélica Elsie nos enseña a leer la Biblia a contracorriente de la hermenéutica helenizante de la Iglesia cristiana de los primeros siglos; de la que se desprende un concepto de paz, circunscrito a una instancia personal a cumplirse en “la otra vida”. Jesús, en cambio, definió su misión pacificadora leyendo el libro de Isaías referido al Mesías, en el que se vislumbra el anuncio de las buenas nuevas a los pobres, la salud a los quebrantados de corazón, la liberación de los cautivos y de los oprimidos… y dice: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Lc.4.18-21); con lo cual la clave de lectura la da el propio Jesús, quien no habla de una paz etérea o “celestial”, sino, que da a entender –dice Elsie- que “su paz tiene que ver con realidades concretas de la vida humana, no simplemente con una estoica paz interior en espera de la otra vida. Tiene que ver inevitablemente con la pobreza y el dolor, la injusticia y la opresión, el pecado civil y religioso, las relaciones matrimoniales y laborales”.
No es poco decir esto sobre la paz bíblica, digo, cuando “las realidades concretas de la vida humana” en la Argentina de fines de los años setenta estaban inmersas en “el clima bélico” que se desarrolló entre las dictaduras de Argentina y Chile por diferendos limítrofes. Y esta, precisamente, fue la contribución de Elsie para la mesa panel organizada por la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos, en colaboración con las universidades de Salta y Tucumán en el año 1979. En ese preciso momento nos enfrentábamos argentinos y chilenos, como confrontan “bíblicamente” serpientes y palomas, hombres y mujeres, judíos y gentiles… qué más da cuáles sean los términos de los enfrentamientos; donde ellos están no está Dios; y donde está Dios ellos no están. El sentido de la paz como un orden comunitario, concluye Elsie aquí, se completa con el sentido de reconciliación con Dios mediante la aceptación personal de su perdón. Y Pablo reconocerá en la cruz de Cristo la ofrenda definitiva por la paz del mundo, y el camino liberador abierto a todos, no sólo judíos sino también a gentiles. Y dirigiéndose a los Efesios, nos recuerda el apóstol: “Jesús es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno solo, derribando la pared intermedia de separación” (Ef. 2.14) “¡Cuánto les costaría a los gentiles, en el esplendor de su cultura clásica, aceptar que la salvación pudiera venir de los judíos! ¡Qué difícil para los judíos aceptar que los gentiles tuvieran derecho de gozar del shalom de Dios!”
En el ensayo que lleva por título “Modernismo y Posmodernismo”, el argumento central de Elsie es recordar y recuperar la sabiduría bíblica en relación con la “persona humana”. Y a este respecto consiento plenamente en que, efectivamente, la antropología bíblica y evangélica exuda por todos sus poros esa sabiduría “personalista”. A continuación dice Elsie que intentará “defender el concepto fuerte de persona en contraste con el que se venía desarrollando desde la modernidad, tanto como el que desarrolla desde la posmodernidad”; para “recuperar” ese concepto de persona de las malversaciones semánticas a las que le vienen sometiendo “modernos” y “posmodernos”; por exceso y por defecto. Los unos identificando al ser personal como sujeto del conocimiento y sujeto moral; entronizando cierto absolutismo de este sujeto personal, coronado como la apoteosis de los humanismos, que se inscriben en la parábola moderna, desde el Renacimiento hasta mediados del siglo XX, con el auge de los existencialismos, la fenomenología, el marxismo, y hasta la filosofía católica de Jacques Maritain (¡!), con su “Humanismo Integral”. Los otros, con la posmoderna disolución del sujeto, la declaración de la “muerte del hombre”; el relativismo gnoseológico y ético, que delatan que esta época sedicentemente “posmoderna”, se entiende a sí misma como “postsubjetiva” o “posthumanista”.
Aunque pudiera consentir en sentido global con este esquema explicativo referido a los excesos modernos y los defectos posmodernos respecto de la persona humana, disiento radicalmente con la interpretación que se hace aquí de los mismos; Elsie se lanza a recuperar algo presuntamente perdido, en el trayecto que va de la originaria sabiduría bíblica sobre la persona y estas distorsiones del modernismo “humanista” o del “antihumanista” posmodernismo. La reflexión teológica sobre la persona no se puede encontrar, expresamente, en el texto bíblico mismo; por ello es insoslayable ensayar una hermenéutica del concepto de persona. Y para ello hay que decir, en primer lugar, que esta noción de persona, de cuño original griego, se va a acuñar ardua y lentamente, al calor de las discusiones cristológicas y trinitarias de los primeros siglos de la Iglesia de Cristo. En el siglo V recién aparecerá una “definición” filosófica, con Boecio: Persona est rationalis naturae individua substantia (la persona es una sustancia individual de naturaleza racional)… y ello sólo fue el inicio de una no menos ardua discusión teológico-filosófica, que llega a su cima medieval en Santo Tomás de Aquino, y en medida significativa también en Duns Scoto.
Estas cuestiones disputadas sobre la condición de la persona humana, parcialmente, se “secularizarán”, y se irán sumergiendo en el “conflicto de las interpretaciones” que van de la modernidad de Descartes a Hegel (hay otras, más personalistas a mi juicio, de Pascal a Kierkegaard, por ejemplo), confrontando con las que arrancan en Nietzsche y terminan en Foucault, por dar dos nombres significativos (y en este período también hay alternativas de personalismos cristianos, de Maritain y Mounier a Edith Stein, por mentar tres buenos ejemplos). Otorsí digo; ante todos estos “excesos” o “defectos” de personalismos o humanismos, hay alternativas, que vienen combatiendo palmo a palmo por una concepción cristiana cabal de la persona humana; citemos como hitos relevantes en el siglo XVI a Francisco de Vitoria y a Bartolomé de las Casas, dos dominicos, que desde España y desde América encarnaron la más lúcida y comprometida defensa de los derechos humanos, los derechos de la persona humana y los derechos de los pueblos; y en el siglo XX, por nombrar sólo tres personalistas de fuste, volvamos a citar a santa Edith Stein, la monja carmelita judía que murió mártir en Auschwitz, y tiene una ingente obra filosófica y teológica sobre la persona humana; citemos nuevamente al “filósofo católico Jacques Maritain”, Elsie dixit, cuyo Humanismo Integral, es el fundamento del verdadero personalismo cristiano del siglo XX, y tras él, recreando el personalismo desde la filosofía cristiana, se impone el testimonio de vida y obra de Emmanuel Mounier, quien abogara desde siempre por la revolución personalista y comunitaria… ya que la comunidad, decía, no es sino una “persona de personas”.
No obstante todo ello, es cierto, como dice allí mismo Elsie, que todos los cristianos, estemos donde estemos, tenemos que librar el combate cotidiano por recuperar la persona. Eso sí es un imperativo existencial que fluye desde la sabiduría bíblica y evangélica. Y uno de los más lúcidos y comprometedores ejemplos de este buen combate, como dice el apóstol Pablo, es el que este libro de Elsie nos presenta. Un ensayo da cuenta aquí con particular luminosidad del desafío insoslayable de ser persona; es aquel en el que se nos habla de “El conocimiento personal en M. Polanyi”. Este hombre
Polanyi era un científico de nota que vivenció una crisis de la ciencia, que le hizo volcarse a la filosofía de la ciencia. Y Elsie se sumergió en la lectura de su libro Personal Knowledge, porque ya tenía noticias de que este filósofo, en el mundo anglosajón era considerado por muchos como “el pensador más importante del siglo XX”. “Su lectura me resultó fascinante –dice-. (Y)Poco a poco me fui dando cuenta de que nadie sin una creencia en Dios podía argumentar de esa manera a favor de la persona humana y de la realidad creada por Dios”. ¿Por qué puede resultar fascinante esta obra? Porque es el testimonio creíble de un testigo del mundo científico que se internó en el mundo filosófico, para superar los paradigmas al uso en las concepciones del conocimiento científico.
Lo que por sus propios medios descubre Polanyi es que todo conocimiento supone la fe; crede ut intelligas, decían los pensadores cristianos: creer para entender; complementándolo, ya desde San Agustín, con el intellige ut credas: entiende para creer. “Si el hombre de ciencia no creyera en la verdad, su búsqueda sería una farsa –glosa Elsie-. Ni tampoco existiría la ciencia –continúa- sin una confianza implícita en la realidad en tanto cognosciblen Todo conocimiento tiene por tanto una raíz de fe apasionada… Todo conocimiento, dice Polanyi, posee en mayor o menor medida, esa misma estructura”.1 Un poco más adelante el propio Polanyi vuelve a hablar de que “como científicos nos comprometemos apasionadamente y mucho más allá de nuestra comprensión explícita, con una visión de la realidad. (Y) Definir la objetividad como menos que eso es vaciarla de contenido. Ser objetivos es amar la racionalidad de la naturaleza sin comprenderla totalmente”.2
También Polanyi, como mostró Elsie respecto de “modernismos y posmodernismos”, busca recuperar la dimensión personal que nos constituye y compromete; de allí se desprende que la búsqueda de la verdad científica debe respaldar el compromiso con lo humano; y admite que todo emprendimiento del hombre está ligado a la cultura a la que se pertenece; pero no por esto, acota Elsie aquí, debemos caer en el relativismo. Polanyi denuncia que este “persistente esfuerzo por negar la persona humana y dudar de la realidad”, sólo nos pueden conducir a deformaciones que atentarán contra lo humano. Esas distorsiones nos llevarían “a la esquizofrenia de dos mundos que se contradicen: el de la persona como responsable de toda vida creativa y alerta, sensible e imaginativa, enfrentada a las definiciones deformadas de una ciencia que niega lo que él es”, dice Elsie. 3
Este libro, no hay ninguna duda, desde la reflexión sobre el “misterio de la iniquidad”, iluminado por la interpretación cristiana del libro de Job, hasta las reflexiones sobre el misterio de la persona humana, pasando por la paz bíblica, leída bajo la luz evangélica, ha ido jalonando, paso a paso, las luces que Cristo nos da, para acompañarnos en el camino de nuestras vidas. Son para mí las “razones de la fe de una amiga cristiana”, que ha tenido el coraje y la lucidez para encarnar en su vida la verdad de que Cristo es camino, verdad y vida. Nada más, nada menos.
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1 Michael Polanyi, Personal Knowledge, cap 8: `The Logic of Affirmation´, ed. Routledge and Kegan,Paul. Londres, pág.208; cit. por Elsie Romanenghi de Powell, op.cit. cursivas en el texto
2 Michael Polanyi, Personal Knowledge, cap 8: `The Logic of Affirmation´, ed. Routledge and Kegan,Paul. Londres, pág.255
3 Cursivas en el texto
** Este articulo fue publicado originalmente en la Sección Vida Buena del Diario de Yerba Buena.