La ciudad constituye el escenario vital en que transcurre la vida de gran parte de las mujeres y hombres que habitan nuestro planeta.
La ciudad constituye el escenario vital en que transcurre la vida de gran parte de las mujeres y hombres que habitan nuestro planeta. Quizás por ese motivo, uno de los espectáculos más característicos y sugestivos en la actualidad es el de las grandes ciudades, a las que se adhiere, inexorablemente, el hecho inquietante de las aglomeraciones: de las calles, las veredas, los cafés, los comercios, los paseos, los espectáculos, las universidades… todas llenas de gente. Aunque esta observación parezca trivial, nada hay más constante que eso en la vida actual y, por lo tanto, nada más importante que requiera nuestros mejores intentos de comprensión.
Es conocido el dicho de Protágoras de que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Mirando el actual estado de cosas bien podríamos preguntarnos si, hoy por hoy, no es la muchedumbre, la masa, la medida de todas las cosas para el habitante de las grandes ciudades.
Podríamos comparar a las ciudades con personas en el sentido en que éstas, al igual que aquellas, poseen vida propia, intimidad, ideas que las sustentan, pasiones que las agitan. Las ciudades están llenas de secretos que es posible descubrir. ¿Son las ciudades proyecciones o emanaciones del alma y los pensamientos de los hombres que las habitan? Así como la Edad Antigua dio lugar al nacimiento del guerrero y la Edad Media a la aparición del héroe y el santo, la Modernidad, producto del racionalismo y los intereses económicos, de la cautela y la sospecha entre los hombres, dio lugar a nuevos tipos humanos: el proletario y el burgués y, con ellos, al surgimiento de las grandes ciudades y metrópolis, tal como las conocemos hoy a partir de la modernidad tardía.
Frente a toda realidad cultural podemos buscar, escondida detrás de sí, al hombre que la ha engendrado. De ahí que podríamos intentar penetrar en el fenómeno de la metrópoli moderna descubriendo el tipo de ser humano que en ella habita. La civilización occidental ha producido el hecho portentoso de las grandes ciudades. Tal aparición, en el horizonte vital humano, es la resultante de variaciones internas humanas –es decir espirituales-, y de variaciones externas al hombre –es decir científicas y tecnológicas. Llegó un momento en la evolución de la humanidad en que se tornó imperiosa la construcción de bloques de edificios interrelacionados, de grandes tiendas y proveedurías, del trazado de avenidas que conecten los extremos, de amplias redes de comunicación y de transporte, de dilatadas salas de reuniones capaces de albergar a gran cantidad de público, de inmensos lugares al servicio del esparcimiento de grandes masas de población…
Lo que produce el crecimiento anormal de las megaciudades, iniciado en las décadas de 1950 y 1960, y que prosigue en la actualidad, ha sido descripto como la huida del lumpemproletariado carente de trabajo y de perspectivas, que se desplaza del campo hacia las ciudades. Se trata de un fenómeno de ribetes mundiales: masas de indigentes sin posibilidades en sus lugares de origen emigran hacia las grandes ciudades, que simbolizan la riqueza y el progreso, aunque esas ciudades se asemejen a hormigueros.
La pregunta decisiva con respecto a las megalópolis o megacities es si se trata de ciudades gigantescas de países ricos o de países pobres. La respuesta es que existen dos categorías: las que pertenecen a los países industrializados y representan variantes ampliadas de las metrópolis genuinas; y las que, como filiales de las metrópolis, pertenecen a los países subdesarrollados o en vías de desarrollo.
Una obra de George Simmel muy interesante es Las grandes urbes y la vida del espíritu, publicada en 1903. En ella su autor pondera, de modo paradojal, las posibilidades vitales que ofrecen las grandes ciudades. Por un lado, teniendo en cuenta el anonimato y las facilidades para los desplazamientos, considera que las posibilidades de la vida se ensanchan en las grandes ciudades, en comparación con las que ofrecen las pequeñas aldeas. Pero, por otro lado, afirma que la libertad se contrae en las grandes urbes al quedar el individuo sumergido en la rígida estructura de la división del trabajo, que empobrece sobremanera la vida humana. Otros aspectos negativos de la vida urbana que Simmel subraya son la pérdida de las relaciones cara a cara y su sustitución por formas impersonales y mediatizadas de comunicación, la invasión de nuevas formas tecnológicas y financieras, y la aparición de patologías psicológicas como el nerviosismo, la neurastenia, el cinismo y la indolencia.
¿Cómo es una gran ciudad? Se trata de un conjunto de edificios y de un ininterrumpido tráfico de personas, de mercancías, de dinero. Algunas de las vivencias más sobresalientes de las grandes metrópolis son la rápida sucesión de sensaciones e impresiones y la aproximación espacial con muchas personas, asociada a la infranqueable distancia espiritual. Simmel hace referencia a la inquietante experiencia citadina de estar completamente solo entre la muchedumbre, y asegura que no hay peor soledad que la que se produce en medio de la multitud.
Mientras que la vida en el campo y en las pequeñas ciudades se funda más bien en los sentimientos y en los lazos, las relaciones humanas en las grandes ciudades poseen un marcado cariz economicista y racionalista. Tal peculiaridad va aparejada con la disminución de los sentimientos y el surgimiento de nuevas formas de trato humano en las que lo que cuenta es el cálculo y los intereses particulares. A partir de estas tendencias puede observarse que el dinero es lo que domina en las relaciones entre los individuos llegando a ser el mayor nivelador o diversificador social. Es así que en las grandes ciudades todo adquiere valor monetario, y hasta incluso las personas tienen precio.
El tipo de relaciones humanas que se establecen produce diversas formas de indiferencia, que no son más que formas de defensa de la subjetividad. Frente a los múltiples estímulos e intercambios de impresiones, los habitantes citadinos recurren a mecanismos como el embotamiento de los sentidos, la reserva, la hipocrecía, la antipatía. Aparece, entonces, el hombre blasé -el hastiado- y hasta incluso niños y jóvenes de grandes ciudades presentan ese rasgo. Lo que lo define es su insensibilidad para percibir las diferencias entre las cosas, de ahí que todos los objetos se le aparezcan en una uniformidad sosa y gris.
Los habitantes de la gran ciudad recaen en el estado salvaje del aislamiento. El sentimiento, tan notablemente humano, de estar referido a los otros, otrora vigente, va caducando paulatinamente dados los mecanismos antisociales imperantes en las grandes metróplolis, los cuales van dejando fuera los modos de comportamiento, sentimientos y emociones que nos hacen propiamente humanos.
¿Cómo ponderar la vida humana en las grandes ciudades? Por un lado tenemos que la vida en las pequeñas ciudades impone a los individuos grandes limitaciones a sus movimientos y relaciones, mientras que el citadino posee más libertad en el sentido vital e intelectual. Si tenemos en cuenta que las grandes ciudades han sido desde siempre el horizonte del cosmopolitismo y del desarrollo de las artes y las ciencias, las humanidades y la tecnología en sus diversas manifestaciones, podemos pensar que en ellas se producen las condiciones insoslayables para el pleno despliegue de las personas, dado que de todas partes ellas ofrecen incitaciones, estímulos y ocasiones para colmar el tiempo libre y la conciencia del hombre. Por lo que mientras la vida en el campo puede resultar hostil al desarrollo de la individualidad, la vida en las grandes ciudades puede propiciar la mejoría de la propia autonomía y originalidad.
Por otro lado hemos visto de qué modo la ciudad se encuentra dominada por el principio de la racionalidad y del dinero que hace de sus habitantes elementos de cálculo, de donde la vida práctica de tantos individuos consista en evaluar, calcular y reducir valores cualitativos a valores cuantitativos. La vida en las metrópolis, debido a la hipertrofia de la cultura objetiva, puede marcar un retroceso en materia de espiritualidad, de fineza humana, de empatía y comunicación elevada entre los hombres. Y sin embargo, la vida en las grandes ciudades no es meramente racional, económica, prosaica y utilitaria, sino que es capaz de alojar y otorgar alas al hombre altruista, lúdico y poético, amante de la vida, del fervor, de la espiritualidad y de la más generosa entrega.
Ana María Carelli
** Este articulo fue publicado originalmente en la Sección Vida Buena del Diario de Yerba Buena.