*Publicación orifinal Siglo XXI, 1 febrero 1998
Los perversos son difíciles de corregir; y el número de los estúpidos es infinito(1)
Había una vez, en el principio de la historia, un crimen y una mentira, y así sigue
Al comienzo del drama de la historia del hombre hay un crimen; la Biblia lo llamó Pecado Original -Caín lo refrendó matando a su hermano-. Un poco “antes”, al comienzo del relato de la historia humana, están la serpiente, Eva y Adán, o sea los papeles protagónicos de este relato de nuestros orígenes lo representan: el tentador y seductor Padre de la Mentira, la tentada y seductora madre del género humano, y Adán, nuestro padre, padre del “yo no fui”, “fue la compañera que me diste”, se excusó. Y todos vivimos nuestras historias repitiendo a Adán: hoy como ayer seguimos tapando nuestras vergüenzas, crímenes y mentiras; seguimos velando nuestra verdad desnuda.
De aquellos polvos vienen estos lodos; la historia del hombre es “hoy” entretejida con esos mismos crímenes y mentiras “de ayer”. La historia no es, algo, que pasó y que está muerto y sepultado; los buenos historiadores saben que no son ni quieren ser anticuarios -ocupados de lo viejo y de lo muerto-. A contracorriente del vulgar “fue” o de, “lo pasado, pisado” o del “es historia” y otras expresiones que, literalmente, quieren lapidar la historia, sepultándola en el olvido; el verdadero historiador está al servicio de recordar lo nuevo, ser memoria de la vida. “Soy un historiador y por eso amo la vida… y captar lo vivo es la cualidad dominante del historiador”, decía el medievalista Marc Bloch a su colega Henri Pirenne.
Los argumentos de las historias y de la historia son pocos. Todos, más o menos, tratan de las tramas y los dramas de las vidas del hombre; todas son historias de misterios de amor y de muerte. Es por eso también que, desde la filosofía de la historia, se puede comparar el oficio del historiador con el de un detective y la historiografía con las “novelas policiales”.
Tras estas huellas, hoy es posible advertir entre nosotros el creciente predicamento que tienen las novelas históricas. Se ha dicho, con razón, que hay un estrecho parentesco entre novela e historia; ambos son relatos, narraciones, cuentos, “mitos”. La diferencia estribaría en que la historia sería una novela real y verdadera, y la novela seria una historia ficticia -y la ficción, cabe recordar, es equivalente a la no verdad (la literatura, dijo Nabokov, nació con el pastorcito mentiroso)-.
Ya Herodoto, considerado “padre de la historia”, bautizó este oficio, con un nombre detectivesco, ya que “historia”, en su filológico origen griego, no significa otra cosa que pesquisa, investigación. Pero el paralelismo entre lo policial y lo histórico se prolonga en los propósitos fundamentales y en los métodos que animan, o debieran animar, las investigaciones históricas y policíacas, ambas buscan una sola y la misma cosa: descubrir la verdad y que se haga justicia. Y, repito, descubrir la verdad y hacer justicia, son una sola y la misma cosa. Allí están condensadas todas las claves de la historia: verdad, libertad, sujeto y tiempo.
Un historiador como un detective se ponen en movimiento ante un crimen y se preguntan qué pasó (clave de la verdad histórica), a quien le pasó o quien lo hizo, quien es la víctima y quien el criminal (clave del sujeto o de los sujetos históricos), por que pasó lo que pasó , o cuáles fueron los motivos que impulsaron al drama o a la tragedia (clave de la libertad histórica) y, como una clave de las claves, cuándo pasó lo que pasó (la clave del tiempo histórico).Los historiadores y los detectives tienen una de las más arduas tareas de un hombre: descubrir la verdad y hacer justicia. Y lo más arduo es afrontar el insoslayable misterio del corazón humano, ese misterio que somos nosotros mismos, animales históricos que vamos por la vida “haciendo el mal que no queremos y no haciendo el bien que queremos”. Para asomarnos a saber quiénes somos tenemos que osar escudriñar en las entrañas de nuestra novela negra; lanzándonos, una y otra vez, a la búsqueda de la verdad perdida.
Novela Negra Argentina
-De la Revolución de Mayo al Menemismo: a la búsqueda de Verdad Perdida-
La historia, vimos, significa esencialmente descubrir la verdad, que, a su vez, es sinónimo de hacer justicia (en idioma ruso cuentan con una sola palabra para designar verdad y justicia: pravda). Para el idioma griego decir “descubrir la verdad” es casi una redundancia porque verdad (aletheia) significa literalmente quitar el velo. Hacer la verdad -como dice la Biblia- quiere decir -en lengua griega- develar. Pero hay velos y velos; está el inescrutable velo del misterio último de la realidad y están los muchos velos que los hombres ponemos para “borrar las huellas”, ocultar, engañar y mentir. Historiadores y detectives son impotentes para develar el misterio último; su combate se libra para develar, “misterios” humanos, demasiado humanos. Como decía Sherlock Holmes en “Los monigotes” luego de descifrar el lenguaje en clave de un grupo mafioso: “lo que un hombre oculta otro hombre lo puede desocultar”.
En Historia y Destino, Jean Guitton alude a este mecanismo de ocultamiento que subyace a las investigaciones de los “libros de historia”. Se le pregunta a un “personaje ,histórico” contemporáneo por qué no escribía sus memorias; éste contesta: “no veo por qué, no tengo nada que ocultar”. En Argentina tenemos una gran afición a las historias -dichas así, en plural-; describiendo nuestro país jardín de infantes, el país del no me acuerdo, María Elena Walsh supo decir que a los argentinos nos gustan que nos cuenten cuentos. “En la Argentina, las mentiras, la corrupción y la impunidad son la desdicha cotidiana de todos nosotros. El atentado no esclarecido de la AMIA, los crímenes impunes como el de José Luis Cabezas, la evasión impositiva de los poderosos, los asquerosos dichos de Astiz y el plan de demoler la ESMA, ésas son las verdaderas vergüenzas”, dice Mempo Giardinelli. Verbitsky dijo del impune asesinato de Cabezas: “no nos olvidemos que estamos no ante una investigación sino ante una operación de encubrimiento”. Antes el santo inocente era el “simple cartero”; ahora desde el riñón de la “maldita policía”, sale Prellezo, presunto .asesino “material” de Cabezas, y se declara absolutamente inocente, y como Adán dice: “yo no fui”.
Algo está muy podrido en Argentina: cada vez hay más crímenes y nunca nadie fue. Osvaldo Soriano, entrañable relator nuestro de lo nuestro, nos alecciona a recuperar los “fervores de mayo”; volver a soñar los sueños de esa revolución abortada: “libertad, justicia, igualdad, independencia. ¿son utopías? ¿asignaturas pendientes? No importa el nombre que se les dé. Son deudas que tenemos con nosotros mismos”. Soñemos el sueño inconcluso de “construir una patria en la que sus habitantes puedan sentir que están buscando lo mejor para todos y no la fortuna de unos pocos. Una utópica -nación de hombres honestos que haya pagado sus deudas con el pasado”.
Lalo Ruiz Pesce
(1) Eclesiastés, 1, 15 -versión de los setenta-
** Este articulo fue publicado originalmente en la Sección Vida Buena del Diario de Yerba Buena.