*Publicación original Siglo XXI, 15 de febrero de 1998
Los perversos son difíciles de corregir; y el número de los estúpidos es infinito(1)
El cristianismo, junto con antiguas creencias, es la fuente principal de la doctrina de los derechos humanos. Es decir, de que el hombre nace con derechos que son suyos. La sociedad no se los concede ni otorga; los tiene que reconocer y respetar.
Todo hombre nace con idénticos derechos; nadie se los da, nadie se los quita
No hacer daño a nadie y dar a cada uno lo suyo, era una de las reglas de oro de la convivencia social inventada por, los romanos, padres y mentores del derecho y de la juridicidad. Pero en qué consiste en concreto el derecho. ¿Es algo que me afecta a mí en mi vida de todos los días o es algo en lo que se las tienen que ver sólo los leguleyos y picapleitos. Nuestros derechos son algo muy importante para dejarlo en las manos de los abogados; y Dios nos libre de caer en las negras manos o garras esos bípedos implumes -desde ya pido excusas a mis muchos amigos “letrados”, que como los demonios evangélicos, son legión-.
Vayamos al grano de la cuestión y ejemplifiquemos: ¿Qué piensa usted como peatón de la prepotencia de los conductores de automóviles? No hay derecho, dirá con razón. ¿Qué piensa usted como creador artístico, científico o tecnológico de las copias “piratas”, los plagios y otros saqueos de su, obra? No hay derecho. ¿Qué piensa usted como vecino de la ciudad de la roña, del tráfico caótico, de las bocinas, de los escapes libres, de los ruidosos boliches y bailantas y otras poluciones ambientales? No hay derecho.
¿Qué piensa usted, como comerciante que paga sus impuestos y está en regla, de la competencia de los “negocios informales”? y ¿qué piensa el empresario que se esfuerza en ser eficiente y competitivo, de la “competencia desleal” de los “emprendedores” que, por izquierda y por la trastienda, recibe los “favores”, prebendas y privilegios del poder? No hay derecho y no hay derecho.¿Qué pensaría usted si, aduciendo una irrestricta libertad de expresión y el derecho a informar, el periodismo divulgara infamias sobre su persona y enlodara su buen nombre? No hay derecho.
¿Le sorprende a usted que un funcionario del gobierno haga uso de fondos públicos para fines privados? ¿Le extraña a usted que un responsable de obras públicas decida pavimentar una calle que “casualmente” pasa por terrenos de su privadísima propiedad? No hay derecho y no le extraña, porque entre nosotros la corrupción es norma, no excepción. No dudo que usted podría alargar casi hasta el infinito esta letanía de cuestiones de los derechos públicos y privados que día a día sabemos conculcar y pisotear. En todos los casos, qué duda cabe, la respuesta sería la misma: no hay derecho.¿Qué es, pues, un derecho? Algo que debemos a los otros; algo que los otros nos deben. Esta definición del derecho está íntimamente emparentada a los deberes. Rafael Gómez Pérez, en Los Derechos dice que “derecho es algo que los demás tienen que reconocerme. Reconocer es la palabra: no es buena palabra lo de conceder, otorgar. Nadie me puede conceder u otorgar lo que ya tengo, porque es mío. Hablar de derechos es hablar de obligaciones, de deberes. Mi obligación de respetar la vida ajena es el derecho que los demás tienen a su vida”. Y hay, además, otros derechos humanos, que van más allá de lo meramente legal: el derecho a equivocarse, el derecho a la ilusión, el derecho a ser tratado con esmero. ¿Son derechos utópicos?
Utopías o no, en nuestro suelo venimos pisoteando salvajemente los derechos más fundamentales, y desde antaño. Indios, criollos y gringos ostentan las cicatrices y encaman la memoria de esos derechos avasallados. Desde la “guerra santa” contra los indios hasta la guerra sucia, nuestra historia es el registro de esos atropellos y avasallamientos de la dignidad humana. Ciertamente, la violación de los derechos humanos es algo que pasa a toda hora y en todos los países del mundo. Pero, sin caer en el consuelo de los tontos, sería bueno que alguna vez osáramos vivir de acuerdo a aquel principio de no dañar a nadie y dar a cada uno lo suyo; traducción “legal” de la regla de oro de todas las grandes y venerables religiones: no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti, o, haz a otro lo que quisieras que te hicieran. Sólo así habrá derecho.
El derecho a equivocarnos
-El error no tiene derechos, dicen. La persona, equivocada o no, siempre los tiene-
En nuestra “cultura nacional’, aficionada al crimen, la corrupción, la impunidad y otras vivezas criollas por el estilo, un jurista argentino ponía el dedo en la llaga: “entre nosotros las conversaciones comienzan donde en otros, países terminan”. ¿A quién le avergüenza preguntar cómo se puede copiar un programa de computación, un video, un compact disk, un cassette? Con pícara auto-complacencia hablamos de “piratear”. Bueno, pero no dramaticemos; no se pueden comparar unas “inocentes” copias o fotocopias “ilegales” con el escandaloso e “inmoral” enriquecimiento ilícito de nuestros políticos. No se puede poner en la misma bolsa a los crímenes de lesa humanidad cometidos por la última dictadura militar y a los médicos que practican el aborto. No nos confundan con esos grandes criminales; lo nuestro es una pequeña picardía. ¿Hay mentiras, robos y crímenes “mayores”’ y “menores”?
La lógica enseña que algo es bueno o no es bueno, algo es verdad o no es verdad; no hay una tercera posibilidad. El más fundamental principio de la ética, por otra parte, dice que hay que hacer el bien y hay que evitar el mal. Si juntamos la lógica con la ética, tenemos que una cosa es un robo o no es un robo, no hay grados lógicamente atenuantes en el carácter inmoral del delito -sí puede haber, en cambio, circunstancias que atemperen el juicio sobre ese delito-; algo es verdad o no es verdad, no existen verdades piadosas o medias verdades; un acto es criminal o no es criminal, no hay otra.
Hay sí, derecho a equivocarse. El derecho a equivocarnos, dice Gómez Pérez, es el derecho y el deber de buscar la verdad. Frente a la crónica voluntad de imponer la ,verdad cabe que reafirmemos el derecho a equivocarnos; que nos lo -reconozcan y respeten. Desde antiguo el pensamiento cristiano introdujo una distinción revolucionaria: la distinción entre el error y el que yerra; la distinción entre el pecado y el pecador. Hay que rechazar clara y firmemente al primero y amar al segundo. Pero esta sana y santa distinción no se vivió bien ni siquiera en el mundo cristiano. El presunto equivocado fue excluido, perseguido, cuando no suprimido. Hoy sabemos, y no es poco, que no existen guerras santas; y seguimos usando la religión para avalar crímenes, mentiras y pecados: el “Dios con nosotros” de los nazis; los fundamentalismos islámicos de la Hezbollah; la legitimación de la tortura por la Mossad y el fundamentalismo israelí; el extremismo político-religioso de los serbios contra los musulmanes bosnios; los atentados de los vascos… y unos oprobiosos puntos suspensivos que, por supuesto, nos comprometen e involucran. Vimos cómo un reguero de sangre y un tendal de víctimas atraviesa la historia hispanoamericana; desde entonces y hasta hoy venimos: confundiendo el “error” y “al que yerra”. Y “corregimos” el presunto error eliminando a la persona que, lo comete, No hay derecho.